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S/T 1 y 2. Y en mi jardín. Vista de la exposicón, 2020
Temple acrílico sobre seda
180 x 120 cm c/u
S/T 1 Y en mi jardín, 2020
Temple acrílico sobre seda
180 x 120 cm
S/T 1 Y en mi jardín (detalle), 2020
Temple acrílico sobre seda
180 x 120 cm
S/T 2 Y en mi jardín, 2020
Temple acrílico sobre seda
180 x 120 cm
S/T 2 Y en mi jardín (detalle), 2020
Temple acrílico sobre seda
190 x 120 cm
S/T 3 Y en mi jardín, 2021
Seda erosionada, metal y cristal
pieza con sonido
86 x 36,5 x 26, 5 cm
S/T 3 Y en mi jardín (detalle), 2021
Seda erosionada, metal y cristal
Pieza sonora
86 x 36,5 x 26,5 cm
Vista de la exposición,
S/T 4 Y en mi jardín, 2020
Temple acrílico sobre seda
120 x 480 cm
S/T 4 Y en mi jardín (detalle), 2020
Temple acrílico sobre seda
180 x 480 cm
S/T 4 Y en mi jardín (detalle), 2020
Temple acrílico sobre seda
180 x 480 cm
S/T 4 Y en mi jardín (detalle),
S/T 5 Y en mi jardín, 2020
Seda erosionada
27 cm ø
Vista de la exposición,
S/T 6 Y en mi jardín, 2021
Temple acrílico sobre seda
116 x 116 cm
S/T 8 Y en mi jardín, 2020
Seda erosionada
20 x 13 cm
S/T 11 Y en mi jardín, 2020
Seda erosionada
21 x 13 cm
S/T 13 Y en mi jardín, 2020
Seda erosionada
24 x 16 cm
En 1533, Hans Holbein el Joven pintó una obra conocida como Los embajadores, que
hoy se conserva en la National Gallery de Londres. En 1958, durante el transcurso de
uno de sus seminarios, el psicoanalista Jacques Lacan se refirió a esta pintura para
hablar de ese objeto extraño, oblicuo, que aparece en primer plano, delante de los
retratados. Como se sabe, dicho objeto es la anamorfosis de una calavera, que solo
recupera su posición “correcta” al ser observada desde un extremo de la tabla:
“Veremos entonces –dirá Lacan– dibujarse a partir de ella [la mirada], no el símbolo
fálico, el espectro anamórfico, sino la mirada como tal, en su función pulsátil,
esplendente y desplegada”.
Recordé esta cuestión acerca de la mirada mientras reflexionaba, para llevar a cabo
este escrito, acerca de Javier Garcerá. Él también ofrece al espectador un despliegue
de los sentidos, aunque, a diferencia de Holbein, no busca restituir la forma. En sus
obras, la luz provoca que la excitación óptica se expanda hacia numerosos frentes,
pero también que la representación se diluya en lo inasible. Para acceder con
solvencia a estos trabajos, hay que deponer la mirada alienada y digitalizada, aquella
que devora con avidez todo lo que se le ofrece. Es necesaria una percepción distinta,
capaz de conquistar un sentido propio de la experiencia y traer al presente la toma de
conciencia de aquello que estamos viendo.
En sala, contemplamos la sensorialidad de la seda y la contundencia de lo
monocromo, con tonos rojos, negros y verdes. Si nos aproximamos, vemos emerger
una imagen entreverada, llevada a cabo con pinceladas que se camuflan en la seda, o
bien con pequeñas erosiones en el tejido. Cuidadosos procedimientos que invocan
tanto las posibilidades de lo visible como de lo invisible. Se trata de una exquisita
labor de “dibujo”, si entendemos esta disciplina como lo hizo María Zambrano, para
quien el dibujo era de esas cosas que, “si son sonido, lindan con el silencio; si son
palabra, con el mutismo; presencia que, de tan pura, linda con la ausencia; género de
ser al borde del no-ser”. Así, entre el detalle que se revela y la representación que se
pierde, existe un estado liminal que pone en juego la subjetividad del espectador.
Ese estado liminal es una constante en las sedas de Garcerá, con formas que nos
eluden con la misma facilidad que las vislumbramos. Son habituales las letras, las
palabras y las frases, pero estas no se limitan a expresar ideas, sino que procuran un
ensanchamiento perceptivo, donde surge el anhelo de ver, y no solo de leer. También
son recurrentes las imágenes pictóricas de flores y plantas, y mientras elaboramos
mentalmente el mapa del jardín, una parte del terreno va desapareciendo de nuestra
visión.
En algunas composiciones, el desorden de la naturaleza se contrapone con el
ornamento geométrico, un elemento consolidado en las distintas culturas través de lo
que Ernst Gombrich denominó «la fuerza del hábito», cuyo origen estaría en la
necesidad de orden espacial en nuestro entorno. Este orden, inestable bajo efectos de
la luz, se repite en las celosías dispuesta en los ventanales de la galería, y que evocan
las del estudio de Garcerá en Madrid. Un espacio, este último, donde la razón poética
funciona como mediadora entre el proceso técnico y la reflexión: así lo reflejan las
piezas que hacen referencia a su biblioteca personal, con títulos que miran con
atención hacia el pensamiento de Oriente.
Si invertimos energías en el cultivo de la tierra, obtendremos algo a cambio. Lo mismo
ocurre con la mirada cuando se enfrenta, sin prejuicios, con la obra de arte. En su
interés por ensanchar el alcance de nuestros sentidos, el artista incorpora también lo
sonoro: un bolero interpretado por Ibrahim Ferrer emerge de una peana, donde
reposan dos representaciones de sendos libros del poeta François Cheng, dedicados a
meditaciones sobre la belleza y sobre la muerte.
La exposición se despliega ante nuestros ojos como una coreografía abierta, donde
cada cuerpo configura su manera de ejecutarla. El ritmo lo activa la aprehensión del
instante, el reconocimiento de la forma y el recuerdo inexacto. Luego, fuera de la
galería, ya habrá tiempo para rellenar los vacíos y de pensar con racionalidad. Dentro,
nos situamos en el lugar de la incertidumbre, en el punto de conflicto, en el corazón
de la duda. No es necesario resolver ningún enigma, sino demorarse en los desvíos,
en el movimiento, en las zonas de luz y de sombra. Es ahí donde surge la verdadera
“experiencia estética”, aquella que hace de la vida, a través del arte, algo más
interesante que el propio arte.
Carlos Delgado Mayordomo
Crítico y comisario de exposiciones
Javier Garcerá despliega su "jardín ideal" en la galería Isabel Hurley
© 2011 Isabel Hurley