PASADAS
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Y EN MI JARDíN 01 julio - 05 noviembre, 2021
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  • S/T 1 y 2. Y en mi jardín. Vista de la exposicón

    S/T 1 y 2. Y en mi jardín. Vista de la exposicón, 2020

    Temple acrílico sobre seda

    180 x 120 cm c/u

  • S/T 1 Y en mi jardín

    S/T 1 Y en mi jardín, 2020

    Temple acrílico sobre seda

    180 x 120 cm

  • S/T 1 Y en mi jardín (detalle)

    S/T 1 Y en mi jardín (detalle), 2020

    Temple acrílico sobre seda

    180 x 120 cm

  • S/T 2 Y en mi jardín

    S/T 2 Y en mi jardín, 2020

    Temple acrílico sobre seda

    180 x 120 cm

  • S/T 2 Y en mi jardín (detalle)

    S/T 2 Y en mi jardín (detalle), 2020

    Temple acrílico sobre seda

    190 x 120 cm

  • S/T 3 Y en mi jardín

    S/T 3 Y en mi jardín, 2021

    Seda erosionada, metal y cristal

    pieza con sonido

    86 x 36,5 x 26, 5 cm

  • S/T 3 Y en mi jardín (detalle)

    S/T 3 Y en mi jardín (detalle), 2021

    Seda erosionada, metal y cristal

    Pieza sonora

    86 x 36,5 x 26,5 cm

  • Vista de la exposición

    Vista de la exposición,

  • S/T 4 Y en mi jardín

    S/T 4 Y en mi jardín, 2020

    Temple acrílico sobre seda

    120 x 480 cm

  • S/T 4 Y en mi jardín (detalle)

    S/T 4 Y en mi jardín (detalle), 2020

    Temple acrílico sobre seda

    180 x 480 cm

  • S/T 4 Y en mi jardín (detalle)

    S/T 4 Y en mi jardín (detalle), 2020

    Temple acrílico sobre seda

    180 x 480 cm

  • S/T 4 Y en mi jardín (detalle)

    S/T 4 Y en mi jardín (detalle),

  • S/T 5 Y en mi jardín

    S/T 5 Y en mi jardín, 2020

    Seda erosionada

    27 cm ø

  • Vista de la exposición

    Vista de la exposición,

  • S/T 6 Y en mi jardín

    S/T 6 Y en mi jardín, 2021

    Temple acrílico sobre seda

    116 x 116 cm

  • S/T 8 Y en mi jardín

    S/T 8 Y en mi jardín, 2020

    Seda erosionada

    20 x 13 cm

  • S/T 11 Y en mi jardín

    S/T 11 Y en mi jardín, 2020

    Seda erosionada

    21 x 13 cm

  • S/T 13 Y en mi jardín

    S/T 13 Y en mi jardín, 2020

    Seda erosionada

    24 x 16 cm

HOJA DE SALA

En 1533, Hans Holbein el Joven pintó una obra conocida como Los embajadores, que

hoy se conserva en la National Gallery de Londres. En 1958, durante el transcurso de

uno de sus seminarios, el psicoanalista Jacques Lacan se refirió a esta pintura para

hablar de ese objeto extraño, oblicuo, que aparece en primer plano, delante de los

retratados. Como se sabe, dicho objeto es la anamorfosis de una calavera, que solo

recupera su posición “correcta” al ser observada desde un extremo de la tabla:

“Veremos entonces –dirá Lacan– dibujarse a partir de ella [la mirada], no el símbolo

fálico, el espectro anamórfico, sino la mirada como tal, en su función pulsátil,

esplendente y desplegada”.

Recordé esta cuestión acerca de la mirada mientras reflexionaba, para llevar a cabo

este escrito, acerca de Javier Garcerá. Él también ofrece al espectador un despliegue

de los sentidos, aunque, a diferencia de Holbein, no busca restituir la forma. En sus

obras, la luz provoca que la excitación óptica se expanda hacia numerosos frentes,

pero también que la representación se diluya en lo inasible. Para acceder con

solvencia a estos trabajos, hay que deponer la mirada alienada y digitalizada, aquella

que devora con avidez todo lo que se le ofrece. Es necesaria una percepción distinta,

capaz de conquistar un sentido propio de la experiencia y traer al presente la toma de

conciencia de aquello que estamos viendo.

En sala, contemplamos la sensorialidad de la seda y la contundencia de lo

monocromo, con tonos rojos, negros y verdes. Si nos aproximamos, vemos emerger

una imagen entreverada, llevada a cabo con pinceladas que se camuflan en la seda, o

bien con pequeñas erosiones en el tejido. Cuidadosos procedimientos que invocan

tanto las posibilidades de lo visible como de lo invisible. Se trata de una exquisita

labor de “dibujo”, si entendemos esta disciplina como lo hizo María Zambrano, para

quien el dibujo era de esas cosas que, “si son sonido, lindan con el silencio; si son

palabra, con el mutismo; presencia que, de tan pura, linda con la ausencia; género de

ser al borde del no-ser”. Así, entre el detalle que se revela y la representación que se

pierde, existe un estado liminal que pone en juego la subjetividad del espectador.

Ese estado liminal es una constante en las sedas de Garcerá, con formas que nos

eluden con la misma facilidad que las vislumbramos. Son habituales las letras, las

palabras y las frases, pero estas no se limitan a expresar ideas, sino que procuran un

ensanchamiento perceptivo, donde surge el anhelo de ver, y no solo de leer. También

son recurrentes las imágenes pictóricas de flores y plantas, y mientras elaboramos

mentalmente el mapa del jardín, una parte del terreno va desapareciendo de nuestra

visión.

En algunas composiciones, el desorden de la naturaleza se contrapone con el

ornamento geométrico, un elemento consolidado en las distintas culturas través de lo

que Ernst Gombrich denominó «la fuerza del hábito», cuyo origen estaría en la

necesidad de orden espacial en nuestro entorno. Este orden, inestable bajo efectos de

la luz, se repite en las celosías dispuesta en los ventanales de la galería, y que evocan

las del estudio de Garcerá en Madrid. Un espacio, este último, donde la razón poética

funciona como mediadora entre el proceso técnico y la reflexión: así lo reflejan las

piezas que hacen referencia a su biblioteca personal, con títulos que miran con

atención hacia el pensamiento de Oriente.

Si invertimos energías en el cultivo de la tierra, obtendremos algo a cambio. Lo mismo

ocurre con la mirada cuando se enfrenta, sin prejuicios, con la obra de arte. En su

interés por ensanchar el alcance de nuestros sentidos, el artista incorpora también lo

sonoro: un bolero interpretado por Ibrahim Ferrer emerge de una peana, donde

reposan dos representaciones de sendos libros del poeta François Cheng, dedicados a

meditaciones sobre la belleza y sobre la muerte.

La exposición se despliega ante nuestros ojos como una coreografía abierta, donde

cada cuerpo configura su manera de ejecutarla. El ritmo lo activa la aprehensión del

instante, el reconocimiento de la forma y el recuerdo inexacto. Luego, fuera de la

galería, ya habrá tiempo para rellenar los vacíos y de pensar con racionalidad. Dentro,

nos situamos en el lugar de la incertidumbre, en el punto de conflicto, en el corazón

de la duda. No es necesario resolver ningún enigma, sino demorarse en los desvíos,

en el movimiento, en las zonas de luz y de sombra. Es ahí donde surge la verdadera

“experiencia estética”, aquella que hace de la vida, a través del arte, algo más

interesante que el propio arte.

 

Carlos Delgado Mayordomo

Crítico y comisario de exposiciones







 

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