Sin título. CA1, 2008
Fotografía analógica sobre aluminio, 60 x 90 cm. Ed.5 + PA
Sin título. CA2, 2008
Fotografía analógica sobre aluminio, 60 x 90 cm. Ed.5 + PA
Sin título. CA3, 2007
De la instalación lámparas de plegaria. Fotografía duratrans, caja de luz, 50 x 75 cm. Ed.5 + PA
Sin título. CA4, 2008
Fotografía analógica sobre aluminio, 60 x 90 cm. Ed.5 + PA
Sin título, 2008
Vídeo loop, 6' 13''
Sin título, 2008
Vídeo escultura, medidas variables.
Sin título, 2008
Vídeo escultura, medidas variables.
Sin título. CA5, 2008
Fotografía analógica sobre aluminio, 60 x 90 cm. Ed.5 + PA
Mobiliario de la inocencia (detalle), 2008
Instalación fotográfica a base de cubos, medidas variables. 35 x 35 x 35 cm. c/u. Ed.5 + PA
Mobiliario de inocencia, 2008
Instalación fotográfica a base de cubos, medidas variables. 35 x 35 x 35 cm. c/u. Ed.5 + PA
Mobiliario de inocencia , 2008
Instalación fotográfica a base de cubos, medidas variables. 35 x 35 x 35 cm c/u. Ed.5 + PA
Sin título. CA6, 2008
Fotografía duratrans, metacrilato, caja de luz, 50 x 50 x 30 cm.
Sin título. CA10, 2008
Fotografía analógica sobre aluminio, 80 x 120 cm. Ed.5+ PA
Sin título. CA11, 2008
Fotografía analógica sobre aluminio, 100 x 150 cm. Ed.5 + PA
Sin título. CA12, 2008
Fotografía analógica sobre aluminio, 100 x 150 cm. Ed.5+PA
Lámparas de plegaria, 2008
Fotografía Duratrans, metacrilato, cajas de luz. Instalación fotográfica, medidas variables.
Lámparas de plegaria (detalle), 2008
Fotografía Duratrans, metacrilato, caja de luz. 30 x 63 x 30 cm.
Con Candor Luis Amavisca construye un relato de recorrido circular en torno a un tema universal, para lo que parte de un caso concreto y muy próximo del que logra trascender al evitar lo anecdótico, preservando sólo lo imprescindible para que la historia alcance a todos.
La narración comienza con la primera fotografía de la sala y va ganando en tono dramático e intensidad hasta la videoescultura de la entrada, pieza con la que concluye. La estructura es ordenada y nítida, basándose en la infalible regla progresiva aristotélica: presentación-nudo-desenlace. Así, vemos cómo el personaje principal, una mujer, sometida a la insoportable presión de su entorno, recorre con el espectador los estadíos de una profunda crisis emocional, que van desde la resignación-asumpción, pasando por la constatación de su realidad, la cosificación, rebeldía y autoreclusión interior, hasta la desaparición, la invisibilidad, la disolución en el blanco total, la nada. La asepsia sensorial en que aparece sumida -a la que ha sido conducida- pese a experimentar reacciones, contrasta con la fuerte emoción que experimenta el espectador, a causa de su gran efecto catártico.
La palabra candor nos remite a dos acepciones que, a su vez, se remiten mutuamente, ya que el estado de ingenuidad extrema, sin malicia alguna, se parecería al que precedió al pecado original, por tanto, sin mancha, que se representa con la blancura absoluta, inmaculada, también relacionada con la claridad, con la luz –fotografías sobre aluminio que potencian el efecto, con claro predominio de los blancos y premeditado empleo de los quemados-. Para Tomás de Aquino la belleza requiere, entre otras cosas, integridad y luminosidad, retomando el aforismo platónico de que lo bello es bueno y viceversa –Banquete-. Para el Pseudo-Dionisio Areopagita y Juan Escoto, la luz deriva del bien y es imagen de bondad. Huizinga en El otoño de la Edad Media, estudia atentamente esta relación de lo claro con el Bien y lo oscuro con el Mal, heredada por la Escolástica medieval del zoroastrismo a través de Grecia, Roma y el cristianismo, siendo asimilada después por el occidente europeo como clave interpretativa propia, de la que deviene la consideración del color blanco como símbolo de bondad, de la verdad absoluta, de la regeneración del alma, del acceso a una nueva vida, así como de pureza, virginidad, paz, limpieza o armonía. Mircea Eliade recogió en uno de sus trabajos que en los ritos de iniciación el blanco es el color de la primera fase, la de la lucha contra la muerte; Así es en el Bautismo cristiano, para el que también se emplean prendas de vestir blancas.
El primer sentido del uso del blanco en la exposición de Luis Amavisca (1976), aunque no el único, alude a la ingenuidad, la inocencia libre de maldad, carente de dobleces, del personaje principal: la mujer cuyo cuerpo desnudo está cubierto únicamente por un polvo blanco, que expresa su condición y evidencia su vulnerabilidad. El otro personaje –omitido-, la sociedad, nos aporta un significado bien distinto del color blanco, el de los espacios asépticos que perpetúan un modelo de dominación y exclusión de los diferentes, de las minorías, de los más débiles, un sistema de demarcación social que propicia la segregación espacial, mediante la que resultan relegados a los ámbitos más distantes de los mecanismos de decisión y prestigio –J.M.G. Cortés-. Esta marginación los convierte en “cuerpos ausentes”, casi invisibles, lo que para muchos es causa de una gran frustración que degenera en un estado de ansiedad, abocados a cualquier tipo de desequilibrio emocional.
Saramago en su Ensayo sobre la ceguera disfraza de “ceguera blanca” la locura generalizada de una sociedad que mira sin querer ver.
Desde siempre, la feminidad ha estado alejada de los lugares de poder, consecuencia de las divisiones espaciales trazadas históricamente para encajar en el modelo de relaciones de oposición binaria en función del género. Este análisis de José Miguel G. Cortés se ratifica con la afirmación de Foucault acerca de cómo lo pequeño, lo cotidiano, lo “poco importante”, queda sepultado bajo los grandes temas y los trascendentales discursos políticos, que se olvidan de las estructuras y las normas que organizan y rigen la vida diaria.
La mujer vestida de polvo blanco, exhibe su candor, pero su liviana “indumentaria” también insinúa su ubicación en esos espacios marginales, apartados, en lo emocional y en lo físico. Es inequívoca la escenificación de su encierro tras las sábanas blancas atadas con correas –elemento evocador de la locura- Emily Dickinson decidió vestirse de blanco y se retiró a una casa de campo, extravagancia que le mereció la consideración de enajenada.
Como ellas, numerosas mujeres se han negado a desempeñar el rol preasignado a la condición femenina, por cierto impuesto no sólo por hombres y denunciado y combatido por muchos de ellos. La mayoría, valientes y apasionadas han desafiado los convencionalismos y las normas -representados aquí por el labial y el patético trazo en la boca, a modo de mordaza- que las asfixiaban, adoptando actitudes “extravagantes”, mostrándose tal cuales eran y aventurándose a experiencias “políticamente incorrectas”. Muchas engrosaron los gineceos que llegaron a ser las salas de hospitales destinadas a la atención y estudio de la histeria, enfermedad tradicionalmente considerada como exclusiva de la mujer y, por ello, con doble connotación peyorativa. Curiosamente se disparó su incidencia a finales del siglo XIX, momento en que los movimientos feministas/sufragistas consiguen alcanzar los foros de debate público. Famoso es el de La Salpetriere donde Charcot –padre de la neurología- determinó lo inadecuado del nombre, a causa de ser enfermedad también padecida por hombres, y reivindicó la dignidad de las histéricas, hasta el punto de diagnosticarle “post mortem” el mal a Santa Teresa de Avila, una Doctora de la Iglesia. Luis Amavisca rinde homenaje a la mujer atormentada en una especie de retablo de altar que es la instalación con tres cajas de luz colgadas del techo y estampitas en el suelo.
I.H.
© 2011 Isabel Hurley