Memoria y amapolas (detalle), 2006
Fotografía, silicona, metacrilato y aluminio. 125 x 125 cm. Ed.7 + PA
Memoria y amapolas (detalle), 2006
Fotografía, silicona, metacrilato y aluminio. 125 x 125 cm. Ed.7 + PA
De Bunganvillas, fucsia, 2005
Fotografía, 125 x 125 cm. Ed.7
Pensamientos, 2005
Fotografía, 125 x 125 cm. Ed.5
Orquídea, 2007
Fotografía, 60 x 60 cm. Ed.7
La flor del faraón, 2005
Fotografía, silicona, metacrilato y aluminio. 60 x 60 cm. Ed.7 + PA
Cadmio de forsythia. En el bosque, 2005
Instalación. Fotografía, útiles de pesca, varillas de acero. 250 x 80 x 20 cm. (variable) Ed.7
Cantos rodados, 2004
Escultura. Fotografía, útiles de pesca, acero. 330 x 180 x 55 cm. (variable) Ed.6
Cantos rodados, de los sueños, 2004
Fotografía. Silicona, metacrilato, aluminio. 125 x 125 cm. Ed.7
Mar de plata, 1987
Vídeo proyección.
Canto rodado. El bany, 1987
Vídeo escultura. Canto rodado, varilla de acero. 15 x 17 x 14 cm.
Cuna de agua. La perla, 1987
Video proyección sobre una concha. 3 x 13 x 11 cm.
Jardín de la melancolía, 2006
Tubos de metacrilato, fotografía, luz.
Orquídeas blancas, 2007
Fotografía, silicona, metacrilato y aluminio. 110 x 180 cm. Ed.5 + PA
Ariel, 2004
Fotografía, 60 x 60 cm. Ed.7
Isola delle femine II, 2007
Collage. Papeles, tinta, lápiz, acuarela, cola. 23 x 23 x 1 cm.
Primavera. A li ch'ing Chao, 2011
Collage. Papeles, impresión, tintas, lápiz, cola. 27 x 27 x 2 cm.
Lotos de oro. Pastel de arroz I, 2007
Collage. Blonda, papel celofán, tinta, lápiz, pegamento. 14 x 14 x 0,5 cm.
Lotos de oro. Pastel de arroz II, 2007
Collage. Blonda, papel celofán, tinta, lápiz, pegamento. 14 x 14 x 0,5 cm.
Fragmentos de mariposa. Mujeres de solaz , 2007
Fotografías duraclear, papel, impresión, acuarela, lápiz, silicona. 22,5 x 22 x 2 cm.
Pétalos, 2007
Collage. Pétalos de tela, papel de seda, cera, lápiz, tintas. 23 x 23 cm.
Coagula, 2007
Collage. Pétalos de tela, papel de seda, cera, lápiz, tintas. 23 x 23 cm.
Dibujos sobre la arena en luna menguante, 2006
Collage. Papel celofán, tinta, acuarela, pegamento. 22 x 21 x 2 cm.
Carta de octubre , 2007
Collage. Fotografía, papeles, lápiz, acuarela, silicona. 26 x 22 cm.
Azalea. Flor del Himalaya, 2007
Collage. Papel, flor de tela, cera, lápiz. 13,5 x 13,5 x 1,5 cm.
Reconstrucción II, 2007
Collage. Papeles, fotografía, alambre plastificado, lápiz, silicona. 18,5 x 12 x 2 cm.
“Ante mi
rodilla relampagueante
se detiene la mano
que pasaste
por tus ojos,
un tintineo
saca certeza
en el círculo que traeré
a nuestro alrededor,
a veces, sin embargo,
muere el cielo
antes
que nuestros añicos”
Paul Celan (“Ante mi”)
La memoria hecha añicos, como el cuerpo. Los recuerdos tintineando en semillas de un tiempo efímero, ya para siempre infinito habitando en el silencio. Cristalizada, la intuición de esa muerte anticipada que es destino y libertad, alumbra palabras posadas en la frágil textura del pétalo, en la carne inerme de la piedra escrita. Suicidio. Muerte. Flores. Piedra. Mar... Poesía.
Muere el cielo en ese azul que es siempre evocación y deseo, transformación, potencia. Muere cada día el cielo mientras se esboza en el alma la premonición del duelo. Y cada momento, cada hora, cada instante, se adueña de su apariencia, dibujando su propio desvanecerse en ese tiempo que ya es sólo imagen.
Apariencia imbricada de experiencia, ensoñación de ese doble de vida del que se apropiaron las horas y los días, Paloma Navares conjuga fragmentos de realidad y poesía que, en sus manos, poseen esa misteriosa cualidad de hacer visible el sentimiento. Como un collar de “pensamientos” o una cascada de rezos, sus últimas obras dedicadas a la muerte, el suicidio o la locura, son tan profundas en su sencillez como complejas en su desplegarse más allá de sí mismas. Concebidas bajo el estímulo de esas palabras ajenas que, como huellas y trazos capturados al vuelo en caligrafías, emergen en constelaciones de signos inventados, vistos, presentidos, estas piezas de la artista se sitúan en un punto donde la imagen se cruza con la poesía visual
Dijo Maria Zambrano que “la cosa del poeta no es jamás la cosa conceptual del pensamiento, sino la cosa complejísima y real, la cosa fantasmagórica y soñada, la inventada, la que hubo y la que no habrá jamás”. Y es esa esencia de una realidad dispersa la que es materializada y recreada poéticamente por Navares, para trascenderla, para llevarla más allá de sus propios límites, en imágenes metafóricas que reviven la experiencia de ese arte “de autor” que, siguiendo el paralelismo con la literatura, se piensa en la lógica de esa ecuación que hace del artista y el receptor partes integrantes de un proceso de búsqueda y descubrimiento.
Fue y es Paloma pasajera de mirada instantánea y profunda, que ha atravesado siglos de imagen en pos de esos valores universales con los que se puede seguir analizando el presente. Mediante una cabeza que es réplica y doble, fragmento de una identidad y, a la vez soporte, nos conduce sutilmente hacia esas voces femeninas cuyas historias ha hecho suyas. Capaz de ver en la voz de un alma herida como la suya el eco de toda una humanidad, ahora, como antes en sus series dedicadas a la meditación sobre la convención pictórica y la identidad de la mujer mediante las Venus y otras iconografías femeninas, sabe la artista que ninguna imagen –aunque se asocia por siempre a esa pulsión milenaria que induce a evocar lo ya extinto- es un doble vacío, una mera copia inmutable, una sombra apresada en las texturas de la materia. Pues, como en el caso del poeta, cada imagen elaborada en clave artística –es decir, concebida para generar conciencia- es el fruto de esas profundas inquietudes individuales que, desde el principio de la filosofía, siguen dando sentido a la vida.
Haciendo suyos los textos que alientan sus últimas piezas,
Paloma Navares reitera ese ritual alquímico que convierte un simple objeto o materia en el equivalente formal de un pensamiento abstracto y sigue la lógica del deseo de presencia, esa pulsión estética o impulso ancestral que anima y da sentido a toda creación, produciendo piezas artísticas con elementos cotidianos, como frascos o cortinas. Tocar con las manos y dar una forma propia a aquello que tiene una entidad conceptual en nuestro espíritu, poder nombrar, en la materia, aquello que ya existe en la mente, en el alma. Hacer de un simple paisaje marino la visión analógica de ese acto supremo de disolución que es el suicidio, he ahí la “cosa” complejísima y real a la que se enfrenta la artista. Poseer vida, experiencia, sentido...y transformarla en una meditación visual, empañar esas imágenes sencillas de cualidades simbólicas en las que puedan revivir los mitos, antiguos o recientes (como todos estos que ahora escribe al pie de sus obras), he ahí algunas de las constantes del trabajo de Paloma Navares. Ella sabe que, aun hoy, cuando las prácticas artísticas se escinden en el ámbito conceptual de otras disciplinas, sigue teniendo sentido repensar el presente desde la conciencia de que toda herencia cultural ha de ser transferida, recreada, inventada en esos nuevos códigos visuales que descubre el arte en cada nuevo tiempo, para hacerlo propio y nuevo.
Imbuida de una ambición que aplica al derecho de seguir construyendo sobre las bases del vastísimo legado configurado por las palabras y las cosas que, parafraseando a Foucault, constituye nuestra identidad cultural más profunda, la obra de Paloma Navares manifiesta –aún sin renunciar, más bien al contrario, a todas las nuevas tecnologías y metodologías que “deshumanizarían” supuestamente el acto creador para llevarlo a un terreno de posible “no autoría”- una clara vocación humanista, comunicativa y narrativa que se vislumbra en todas sus imágenes fotográficas, en sus esculturas, en sus dibujos, acciones y montajes escultóricos, en sus instalaciones... todas ellas, en suma, espejo de eso que llamamos belleza. Porque, como señaló Stefano Zecchi, a través de esas cualidades espirituales de la materia que resultan de la armonía, y la empatía respecto a la apariencia, cumplen las obras de arte con su función de ser vehículo de un conocimiento superior, haciendo posible una comprensión distinta de la realidad, como si ésta, de repente, nos iluminara.
Concisas, sin desviarse nunca hacia lo excesivo, conjugando en un mismo código estético distintos motivos y materiales y casi siempre íntimamente relacionadas con su propia biografía (hechas generalmente a su imagen y semejanza y en paralelo a sus propias etapas vitales), las obras de Paloma Navares se manejan con acierto en la lógica contemporánea del fragmento, pero en ningún caso precisan de la interrelación serial para desprender sus significados. Más que fragmentos entendidos como tales, sus esculturas –como esas cabezas de las que se derraman lágrimas de flores y cristal o esas manos transparentes que abrazan y hacen suyas el dolor y la esperanza-, así como sus fotografías y otros trabajos sobre distintos soportes, son imágenes analógicas completas, obras de arte cerradas en sí mismas, completas. Obras que traspasan los límites de su propia temporalidad para trazar un arco que abraza el antes, el después, el ahora, siendo así, únicas e iguales.
Al igual que sucede con la obra de un poeta (que es completa también en cada verso singular), cada imagen de Paloma Navares puede funcionar como un nuevo texto (que a veces es un párrafo o sólo unas líneas...), una formulación autónoma que incide y se relaciona con esas cuestiones universales sobre las que reflexiona una y otra vez su obra.
Aquellas espumas del baño donde dormía el silencio de la casi-muerte la propia Paloma, son ahora también la espuma rizada de estas olas que imaginamos arrastrando hacia la inmensidad oscura de las aguas esos cuerpos vencidos que emprendieron el camino del suicidio. Ese collar de flores (“pensamientos”) que cuelga de la carne transparente del maniquí que ahora es mortaja, fue antes adorno, maquillaje, frivolidad.
En este contexto, se entiende mejor la recuperación y reciclado al que Paloma Navares somete sus propias imágenes para darles una nueva posibilidad de expresión en esa narración cohesiva y coherente que es todo su trabajo. Es así como se explica la inclusión de esa filmación en la que la artista floja boca abajo inerme en el agua, o como hemos de considerar la utilización de cabezas de resina iguales a esas mujeres de diseño procedentes de otra serie. Las manos (extremo sensible por excelencia), el busto (recipiente de las emociones), los ojos, la cabeza... todas esas iconografías tan exploradas en otros momentos por ella intervienen en esta nueva puesta en escena. En este contexto, se entiende mejor la recuperación y reciclado al que Paloma Navares somete sus propias imágenes para darles una nueva posibilidad de expresión en esa narración cohesiva y coherente que es todo su trabajo. Es así como se explica la inclusión de esa filmación en la que la artista floja boca abajo inerme en el agua, o como hemos de considerar la utilización de cabezas de resina iguales a esas mujeres de diseño procedentes de otra serie. Las manos (extremo sensible por excelencia), el busto (recipiente de las emociones), los ojos, la cabeza... todas esas iconografías tan exploradas en otros momentos por ella intervienen en esta nueva puesta en escena.
Siempre conviviendo con una realidad visualmente aprehensible, son ahora los ecos de las voces y las vidas de quienes rozaron la muerte, la buscaron y, acaso, fueron muriendo poco a poco en vida, deseándola, sintiéndola venir... el contexto argumental por medio del que Paloma Navares se adentra en un territorio conceptual, el de la muerte, que, ahora lo vemos, siempre ha discurrido en paralelo a toda su obra.
Ahora, y otra vez con materiales de los que emanan cualidades metafóricas rotundas, como la piedra o el cristal, e imágenes de profundo simbolismo, como el mar (esa “cuna de agua” que nos arrulla y nos llama con la voz seductora de sus olas), la concha, el lecho de piedra-camino-via crucis, así como con colores de vida –los de las flores- Paloma Navares dialoga con esos poetas y escritores se enfrentaron a la muerte, la escisión, el suicidio o la locura. No estamos, por tanto, en ese territorio fronterizo donde se disuelven los límites de la realidad y la ficción, sino en ese otro de la realidad poetizada y revelada en esa otra dimensión de una imagen que es documento y creación.
Sin dramatismos, con la contención que la caracteriza, con esa serenidad profunda que es siempre trascendencia, la artista asume el dolor como una experiencia que se puede compartir y comprender, y la hace tangible en sus propios trazos, en sus escrituras de esos versos leídos que ha ido posando día a día en esas páginas simbólicas que son las piedras o las flores. Piedras y flores, mapas del alma en los que se encuentran también la experiencia corporal del contacto con el agua del mar y los cantos rodados que fueron primero divertimento, intimidad, recuerdo y que han ido luego engrosando paulatinamente esa suerte de “biblioteca” increíble que ahora son. Como pequeñas notas apiladas sobre sí mismas, esas piedras esculpidas por el agua y el tiempo y esas flores cuya ternura casi podemos palpar, producen una extraña y nueva sensación al invitarnos a descifrar sus mensajes y atribuirlos a quienes pertenecen (si es que una vez escritas ya no son siempre nuestras) esas palabras, tan elocuentes en su silencio.
Alguna vez, algún día, todos hemos escrito nuestros nombres en ese lugar especial que fue un árbol, un muro, una hoja. Paloma Navares convierte ese acto inocente, íntimo y banal de la escritura espontánea sobre un soporte aleatorio, en un poderoso ejercicio de memoria, en un homenaje a quienes tuvieron el valor de compartir sus más profundos temores, sus recuerdos, su melancolía e incluso las palabras con que firmaron su despedida. Reescritas para sí en un intimísimo performance anónimo, estas mismas palabras que ahora revolotean sobre piedras y flores, trazan las estaciones de ese viaje a la memoria que guían las palabras de Paul Celan, Alejandra Pizarnik, Ann Sexton, Sylvia Plath, Virginia Wolf Cesare Pavese, Charles Beaudelaire, Albert Camus, Horacio Quiroga, Franz Kafka y tantos otros.
Apropiándose de ese eco polifónico y llevándolo a un mismo territorio conceptual, Paloma Navares consigue que todas sus vidas, emociones y credos hayan venido a dar como una sola voz y una única sustancia espiritual en estos cantos rodados y en estas flores, en estos sencillos fragmentos de naturaleza que no conocen límites ni fronteras, nacionalismos ni banderas, razas, géneros o ideales, reuniéndoles, así, tan sencilla y rotundamente, en esas experiencias ineludibles que son la muerte o la locura, la escisión interior, el suicidio, la desesperanza.
Tanto en esos sugestivos tapices multicolores que forman los pétalos escritos por Paloma Navares (que no sólo aluden a la costumbre de honrar con flores a los muertos, sino que son, también, una vitalista evocación de vida, como cuando recrean el paisaje de una naturaleza en flor o sirven como atributo de belleza femenina), como esas acumulaciones de cantos rodados (que también sugieren, por extensión, la idea de la lápida y los juegos infantiles) o esas fotografías dibujadas y escritas en las que el horizonte se tiñe de luz y sentimiento, en todas y cada una de estas obras de las series de “El alma herida” podemos encontrar esa misma dualidad complementaria que hace de la vida y la muerte una misma condición de la existencia.
De este modo, tanto la muerte en los campos de concentración de los padres de Celan, como los suicidios de tantas mujeres que eligieron la partida prematura o el extravío en la locura de tantos hombres y mujeres que rozaron los límites de lo soportable y no pudieron con ello... todas esas situaciones extremas, dolorosas y desgarradoras que ejemplifican, ilustran y recuerdan los versos de esos mitos contemporáneos que han tallado las formas poliédricas de nuestra conciencia, son humanizadas y hechas comprensibles, casi cercanas, en este sorprendente ritual de renovación simbólica en el que, con palabras de muerte como semilla de vida y esperanza, Paloma Navares vuelve a hacer de sí misma ese canal de transmisión privilegiado capaz de sacudirnos el alma y hacer de sus ojos los nuestros.
Pilar Ribal i Simó
© 2011 Isabel Hurley