22 diciembre de 2022 – 17 febrero de 2023

A perpetuidad se constituye como una suerte de retrospectiva del trabajo que viene desarrollando Tatiana Abellán desde 2012, caracterizado, en gran medida, por la alteración material de fotografías antiguas que, devenida manipulación semántica, le permite operar en distintos registros interdependientes: la certeza de la fragilidad tanto de la vida como de la memoria, construida ésta, en ocasiones, mediante indicios del pasado como la imagen fotográfica; el ensayo de la alteridad y la fabulación –los relatos ficcionales que proyectamos- a partir del cotejo de esas imágenes; así como la puesta en práctica de un ejercicio metafotográfico, una sutil y rigurosa, para con la historia de este medio, revisión y visitación de elementos y nociones constituyentes de esta disciplina que adquieren en nuestra contemporaneidad una absoluta pertinencia.
No deja de ser curioso cómo sus dos últimos proyectos, A perpetuidad y Recibo la tuya, que se muestran por primera vez en esta exposición, en los que se aleja de la imagen fotográfica para adentrarse en una enunciación otra de la memoria, concretamente a través de la palabra, ya sea de los epitafios de lápidas mortuorias o en la literatura epistolar desarrollada a través de cientos de cartas manuscritas que Doña Elvira Sánchez de la Orden Castrillo de Cavia le escribió a su prometido, Juan Peris Masip, entre 1896 y 1902, propician este viaje por una década de creación y reflexión en torno a la fotografía. La disolución de la imagen en estos últimos proyectos ha permitido –diríamos que como lógico efecto- recuperar numerosos proyectos anteriores en los que precisamente operaba sobre la precariedad, lo efímero y la disolución material de las imágenes fotográficas.
La poética de Tatiana supone un sentido homenaje a la historia de la fotografía, a sus primeros pasos en las décadas centrales del siglo XIX, cuando transitaba por un territorio limítrofe entre lo tecnológico, la curiosidad, el invento, lo mágico o, gracias a su inicial condición alquímica, el eco de la calcografía. Pero no es sólo un homenaje, no se sitúa exclusivamente en el ámbito de la paráfrasis, la apropiación, el diálogo, la cita, la replicación o la iconotropía, sino que la artista se centra en cuestiones medulares de lo fotográfico que –nunca mejor dicho- revelan una preocupación eterna por la existencia, la fragilidad de la vida, la memoria y el olvido. Así, los materiales que emplea, por tanto, no son gratuitos, como tampoco las operaciones que realiza en ellos, en los soportes de las fotografías. Es el caso de Cinerarias (2014), la serie de ferrotipos intervenidos que remiten, en primer lugar, al primitivo soporte metálico de las primeras imágenes fotográficas, como las planchas de peltre (aleación de zinc, plomo y estaño). De hecho, la primera fotografía fue tomada en este soporte por Joseph Nicéphore Niépce. En esos albores fotográficos, uno de los grandes problemas era fijar la imagen en las superficies donde eventualmente se registraba lo que se deseaba inmortalizar. Sin embargo, paradójicamente, ese registro desaparecía progresiva y rápidamente, con lo que aquellas imágenes sobre placas o planchas pasaban a ser efímeras y espectrales, nociones fuertemente enraizadas en el trabajo de Abellán. La fotografía tenía, en su lucha contra la finitud o extinción de lo icónico, de esa suerte de doble de la persona retratada, en esa carrera contra el tiempo, una misión esencial. En la poética de Abellán late también esa preocupación, ese conflicto entre el existir y el desparecer, entre el olvido y el recuerdo, entre lo tangible y lo intangible, entre la aurora y el ocaso.
Los ferrotipos de Cinerarias son ejemplo de un proceso que nace en la mediación del siglo XIX y que se constituían en imagen única, en positivo-directo, al modo de los daguerrotipos de Louis Jacques Mandé Daguerre, sólo que éstos sobre brillante cobre. Los ferrotipos de Abellán introducen el sistemático trabajo que desarrolla con materiales de archivo y, dentro de ellos, con la fotografía antigua que recupera. En Cinerarias, esas plaquitas de hierro son sometidas al fuego y, sin embargo, a pesar del tizne y la abrasión, la imagen permanece latente, aparentemente a perpetuidad. No podemos obviar que William Henry Fox Talbot, otro de los padres de la fotografía, llamó “imagen latente” en 1840 a sus calotipos, que venían a solucionar, al igual que los avances de Hippolyte Bayard, la imposibilidad o dificultad por convertir la imagen fotográfica en múltiple y reproducirla o positivarla sobre papel.
Tampoco es casual, desde la historia de la disciplina fotográfica, el uso del cristal en La imagen que resta (2019), que ha de recordarnos a los ambrotipos y vidrios albuminados, una especie de negativo sobre cristal que vino a ofrecer mayor fidelidad. Sin embargo, Abellán no sólo usa los materiales en diálogo con la historia, también –y muy especialmente- por su dimensión semántica. Es ésta una de las virtudes de su trabajo, el aporte de sentido desde la economía y diversidad de los materiales. Como podemos ver, los retratos antiguos transferidos a estos cristales presentan un grado bajo o medio de definición, erosionados por el tiempo y por la abrasión que la artista ha ejercido sobre ellos. Nuevamente, el registro vacila –o lucha- entre la desaparición y la persistencia. El cristal nos traslada, precisamente, la fragilidad de la existencia, lo precario de la misma, siempre con la amenaza de su fin, de la conversión en añicos. Se sitúa en esta exposición La imagen que resta en diálogo con Encarnados (2012-2019), un conjunto de fotografías que documentan las quemaduras hechas mediante placas de cristal con negativos de fotografías antiguas y que son positivadas sobre la propia piel de la artista, gracias a una fuente de luz ultravioleta. La fragilidad icónica de esos retratos se encarna en la fragilidad del cuerpo lacerado, llamado inexorablemente a desaparecer, aunque perviva ahora, probablemente de modo perpetuo, en estas imágenes, en el cuerpo de Abellán convertido en soporte o testamento de la identidad de los otros.
Abren la exposición obras de los proyectos Memoria líquida (2016) y La niebla de la memoria (2016). Ambas son ejemplo de ese pertinaz ejercicio de borrado al que Abellán ha sometido a las imágenes fotográficas antiguas que ha ido buscando y encontrando. Memoria líquida presenta el testigo circular de la imagen que ocupó esos papeles, que aún resiste, apenas un fragmento. El resto, que ha sido retirado químicamente, descansa a modo de emulsión, contenido y transubstancializado de imagen a líquido, en un frasco bajo cada uno de esos retratos que nos introducen la incertidumbre sobre esas personas. La niebla de la memoria es otro viaje a la historia de la fotografía, ya que el ejercicio de borrado a partir de vapor químico de sendas imágenes ha de recordarnos a cómo, en el origen, los daguerrotipos se revelaban con vapores de mercurio. Podríamos decir que la artista realiza un proceso inverso: del revelado al velado o, más exactamente, a la disolución. La suya parece, en este caso, una estrategia de alquimia inversa, una suerte de déjouer o détournement, de contrajuego. Si sobre la fotografía, desde una comprensión animista, se deslizó la certeza de que el retrato era una suerte de doble del retratado y que contenía el alma de quien posaba, cabría preguntarse si parte de ese espíritu reside en los frascos de Memoria liquida. Por otra parte, los cristales convexos de los dos retratos ovales de La niebla de la memoria, al no contener imagen alguna, sólo restos de las primitivas fotografías, actúan como una suerte de superficie especular en la que reflejarnos. Estos retratos fotográficos han de recordarnos a El retrato oval, un relato corto escrito por Edgar Allan Poe en 1842 cuyo título original fue La vida en la muerte. Poe reflexiona sobre el arte, el amor, la vida y la muerte, detonado por un retrato en miniatura de su madre que el escritor poseyó.
El proyecto que da título a la exposición, A perpetuidad, ocupa de una de las paredes más amplias de la galería, en la que se disponen 72 fragmentos de lápidas mortuorias. La extinción de la vida, la desaparición física o material, está enunciada por ella, emergiendo como envés el recuerdo y la memoria. Se dispone este políptico en diálogo con Encarnados y con La imagen que resta, enfrentándose la fragilidad del cuerpo y del cristal con lo pétreo y duradero de esas placas que se postulan para alcanzar la eternidad y, con ello, el recuerdo perpetuo de los que faltan. Justamente fue una lápida de tumba la que vino a recordar la presencia de la muerte, perturbándolos, a los pastores que pintara Nicolas Poussin en su Et in Arcadia ego (1637-1638). Abellán articula todos esos fragmentos al modo de un archivo. Un archivo del trámite de la muerte, de las fórmulas que usualmente se emplean en las lápidas. Si la fotografía antigua sirve en la poética de la creadora para activar el ejercicio de fabulación, de, como espectadores, ficcionar las vidas de los otros, imaginarlas y relatarlas, estos textos grabados pueden cumplir la misma función. Ante la poca información, toda ella anónima, que presentan estas placas de granito y mármol, podemos imaginar algunos rasgos de las personas que se esconden tras esas palabras, (re)veladas por la fría grafía del grabado en piedra o por las letras metálicas pegadas a la superficie.
Y del anonimato se pasa al conocimiento exhaustivo de las vidas, también como dispositivo archivístico, de Elvira Sánchez de la Orden Castrillo de Cavia, Juan Peris Masip y su hija Elvirita, quien, con su prematura muerte, mantendrá en este proyecto la tensión y presencia de la muerte, la cual sobrevuela la producción de Abellán. Este proyecto recibe el título de Recibo la tuya y, en rigor, está en continuo proceso. Ese conocimiento amplio es posible gracias a la recopilación de cientos de cartas y documentos (ascienden a más de 500) que ha conseguido acumular la artista, en especial más de 400 cartas que Elvira escribió a su prometido entre 1896 y 1902. En sala se dispone un buen número de ellas para ser consultadas y para que el lector pueda fabular o ficcionar. Precisamente, se expone la contestación a esas cartas por parte de una Inteligencia Artificial. Esas respuestas se graban sobre aluminio negro, en diálogo con Cinerarias, los ferrotipos resistentes al tiempo y al fuego. Nuevamente, el material no es neutro: el aluminio incorpora lo contemporáneo, tanto como el procedimiento (el láser y la propia IA), pero, sobre todo, la enunciación de lo duradero, de lo llamado a perdurar. Cierra el círculo expositivo –por decirlo de algún modo- al confrontarse con esos negros ferrotipos. Esos soportes metálicos, con más de un siglo de diferencia entre ellos, invocan el recuerdo y la memoria.
En buena parte de los proyectos de Abellán, la imagen fotográfica nunca desaparece por completo, sólo se transforma. Tal vez sea una metáfora de los recuerdos, que no desaparecen sino que se transforman, actuando la memoria no sólo como repositorio, sino como agente reconstructor. La artista parece rondar cierta enunciación de aquello que Marcel Duchamp llamó inframince y que denominamos infraleve, el imperceptible e inasible rastro o huella de algo, como ilustraba el propio Duchamp con el calor de un asiento que se acaba de dejar, el sabor del humo que queda en la boca al fumar o el sonido del roce de los pantalones al caminar. Tal vez esas imágenes y cartas que emplea Tatiana estén dotados de ese infraleve. Y a nosotros tal vez nos corresponda asumir que fotografía y recuerdos, aunque frágiles, son inextinguibles, nos acompañan a perpetuidad.
JFRDiciembre de 2022
Vistas de la Exposición












Obras





































