25 de octubre – 07 de diciembre de 2018

Durante el verano de 2016 tuve la oportunidad de pasar un mes en Japón. Al escribir esta frase me doy cuenta de que es otro ejemplo más de las constantes imprecisiones habituales con las que usamos el lenguaje. No creo que sea posible experimentar algo tan abstracto como un país entero. Ni siquiera el propio y mucho menos aún un país ajeno. Como quizás tampoco es posible experimentar unidades territoriales más pequeñas -pero todavía demasiado grandes- como las ciudades. Seguramente los situacionistas no estarían de acuerdo con esta afirmación, proponiéndome la deriva y la psicogeografía como tácticas de comprensión emocional de la geografía urbana. Caminar sin un objetivo específico es algo que puse en práctica, si bien de manera inconsciente, durante mi estancia en Sapporo, una ciudad del norte de Japón creada en el siglo XIX desde el impulso racional propuesto por Hipodamo de Mileto muchos siglos atrás. Su plano reticular aparece en muchas otras ciudades, convertido en un paradigma que se repite continuamente en la historia del urbanismo. Me parece uno de los mejores ejemplos que existen de la pulsión de orden con la que el ser humano se relaciona con el entorno desde un deseo de dominación constante. Te ordeno, luego existes. Un orden que, sin embargo, tiene que negociar continuamente con las diversas manifestaciones de la entropía que se producen a través de la vida, humana y no humana, de los diversos elementos que componen el entorno. Un entorno. Siempre tengo la sensación de que las ciudades nunca están hechas del todo, que siempre están por hacerse. Y aquí no me refiero tan sólo a su inherente condición expansiva, sino a los continuos procesos de transformación que se dan dentro de ellas. Procesos que nos obligan a readaptar nuestro tránsito una y otra vez de acuerdo a las exigencia de estos cambios “menores” en su tejido existente.
Caminar sin rumbo es algo que también hacía -y que sigue haciendo, porque los personajes de ficción tienen la habilidad de vivir en un tiempo suspendido, en una suerte de presente continuo- el protagonista de El caminante, un cómic de Jiro Taniguchi que no he leído. Pero sin haberlo hecho, percibo en las pocas imágenes que he visto de esta novela ilustrada, un acción mucho menos violenta que la de los situacionistas y su guerrilla urbana. Ahora que los paseos se están convirtiendo en un privilegio o en un lujo de propietario -parafraseando aquí a Sartre en relación al pasado-, me pregunto si ser caminante podría llegar a convertirse en una profesión. Remunerada. A fin de cuentas, alguien tiene que encargarse de experimentar las ciudades más allá del pragmatismo del tránsito que se da porque tenemos que llegar puntuales a algún lugar de las mismas, desatendiendo durante el camino todo lo que la ciudad contiene. Con los años he empezado a envidiar a las personas ancianas por su dedicación diaria a experimentar aquello que se conoce como “horas muertas”. O por su habilidad para convertir un centro comercial en una plaza más de las ciudades, ausentes a los imperativos de consumo que rigen estos espacios. Quizás son los únicos situacionistas que existen en el presente.
De mis paseos por Sapporo, también por Tokio, recuerdo especialmente las vallas que se usan para señalar una alteración dentro del pragmatismo funcional de las ciudades. Grietas, rotos o descosidos en el tejido urbano. Y si las recuerdo tanto es precisamente por esa dimensión emocional a la que apela la psicogeografía situacionista. Pero también porque ponen en crisis el propio concepto de valla, que existe gracias a la repetición empírica y no tanto desde la singularidad abstracta. Tan simple como que el hecho de ver repetidamente una tipología de objeto -una valla o una silla- a lo largo de los años produce la idea abstracta de ese objeto y no al revés, como nos han hecho creer siglos de platonismo. Hace años me contaron que “ideia” en griego antiguo poseía dos significados: idea, tal y como usamos el término ahora, pero también forma. Tomando esta segunda acepción y no la primera, Platón podría haber sido un de los primeros formalistas de la historia. Desde entonces no puedo evitar pensar en que las abstracciones no dejan de ser la suma de muchos particulares y que son sus coincidencias las que permiten ese denominador común que llamamos concepto. Pero
como los objetos no existen de manera aislada, sino puestos en relación -entre ellos y también con otros elementos del entorno-, creo que llegué a la conclusión de que aquellas vallas entraban dentro de la categoría de valla por cómo estaban dispuestas en las calles de Sapporo o Tokio y no tanto por posibles similitudes con las vallas que se usan en Europa para delimitar un espacio vetado al tránsito. Funcionaban como elementos fronterizos entre zonas de trabajo y zonas de tránsito.
Pero más allá de esta observación filosófica, mi conexión con aquellas vallas de Japón era sobre todo emocional. Me devolvían una y otra vez a la cultura manga y a algunos de los diferentes personajes que la han hecho tan popular en Occidente. Cada encuentro con ellas me llevaba con frecuencia a la infancia y la fuerte presencia del anime japonés en mis rutinas diarias de entonces. Eran vallas con representaciones gráficas de dibujos animados, colocadas en serie gracias a la repetición de los elementos. Aparecían en ellas ancianos entrañables, lagartos de pie o diversas manifestaciones de Hello Kitty. El hecho de que un personaje de ficción como Hello Kitty pueda formar parte de la industria de la construcción es algo que me todavía me sigue pareciendo fascinante. Como también me lo parece la posibilidad de hacer reales entidades que, a priori, no existen gracias a la materialidad inherente de sus representaciones. Y aquí les doy la razón a los representantes del Realismo Especulativo, que en el momento de eclosión de esta tendencia filosófica afirmaron que es tan real nuestra condición como la de aquellas entidades imaginarias que no tienen un cuerpo “en sí” pero que se manifiestan a través de muchos cuerpos -objetos- que las invocan y a través de nuestras prácticas, relaciones y emociones en torno a ellas.
Pensar en mi infancia me lleva de nuevo a pensar en el potencial del territorio como un dispositivo – quizás involuntario- de resistencia contra el imperativo humano de orden sobre el entorno. Sin embargo, la propia palabra dispositivo contradice esta afirmación. Disponer es poner en orden de acuerdo a un fin o a un objetivo. Un dispositivo, a priori, no permite ni el desorden ni el carácter involuntario del mismo. Pero igualmente es así como entiendo ahora el descampado que existe cerca de la casa de mis padres. De acuerdo a las políticas urbanas, que interpreta el territorio principalmente desde su potencial económico, también podría definirlo como un solar “abandonado”. Y aquí no puedo evitar preguntarme de dónde deriva la condición de abandono de una porción de territorio que simplemente no sigue la velocidad deseada por las lógicas del desarrollo urbano. Como también me pregunto por qué seguimos entendiendo que una calle está vacía simplemente porque no hay seres humanos caminando por ella. Volviendo a aquel solar, recuerdo que uno de mis pasatiempos preferidos durante mi infancia y adolescencia era proyectar, precisamente desde el imperativo de orden y organización, un parque o una zona residencial en aquel descampado. Deseaba con todas mis fuerzas que aquel solar se convirtiese en algo más. Que fuese un ejemplo del desarrollo urbano dentro de una ciudad conocida por su falta de planificación, sus innumerables descampados y su caótico crecimiento. Desde hace relativamente poco, mi percepción es la opuesta. Ese descampado parece contener la posibilidad de una zona temporalmente autónoma desvinculada de toda actividad humana. Dicho esto, nunca he sido una gran admiradora de este concepto acuñado por Hakim Bey. Aquel descampado quizás se parece más a la zona que aparece en Picnic extraterrestre, de los Hermanos Strugatski. Sobre todo porque durante los años en los que viví en aquella ciudad yo misma me resistía a cruzarlo, como si contuviese un extraño poder para evitar el contacto directo con lo humano. O como si lo distópico fuese una herramienta de protección de lo material hacia lo humano. Sin embargo, creo que es la noción de tercer paisaje de Gilles Clement la que mejor aplica a la situación de este fragmento de cuidad que no consigue ser ciudad y que, sin embargo, podría contener un sistema biológico, material y objetual verdaderamente libre. Ajeno a la acción del hombre a pesar de ser un resultado de esta. Un espacio relativamente exento del sofisticado aparato de control en el que nos
relacionamos los unos con los otros. Si alterar la función preconcebida de las cosas es una manera de reapropiarnos de ellas y, por consiguiente, otra práctica de control y dominio sobre el entorno material, ¿permitir la posibilidad de lo disfuncional, incluso el extravío de la acción humana, dentro del espacio urbano podría ser un primer ejercicio de humildad antropocéntrica?
Aunque la coreografía es algo que asociamos con el cuerpo humano desde su frecuente vinculación a la danza, es una forma de conocimiento que remite a las estructuras. Un conocimiento no exento de las dinámicas de poder que existen en cualquier modalidad de organización de la vida. La coreografía nace capturando la danza desde el poder estatal. Pero es también una manera de organizar el movimiento que podemos aplicar al tiempo -por ejemplo, la memoria- pero también al espacio. Incluso podríamos pensar en el movimiento de las nubes o en la actividad del cambio climático como un ejercicio coreógrafico. Entender la ciudad desde una perspectiva coreográfica me lleva irremediablemente a la danza aunque sean actividades que puedan existir con independencia la una de la otra. La danza como la presencia no organizada de los cuerpos que posibilitan la estructura coreográfica de las ciudades. Y por cuerpos me refiero tanto a los nuestros como a los de los diversos elementos que aparecen y desaparecen en lugares concreto del tejido urbano. A diferencia de la coreografía, que tiende a lo abstracto desde su dimensión estructural, la danza es inherentemente material. Necesita de la corporalidad para que se produzca. Pese a que existe cierta situación programática en nuestros desplazamientos por la ciudad, nuestros movimientos están condicionados por elementos a los que generalmente no prestamos demasiada atención. La invisibilidad de ciertos trabajos es algo que también aplica al entorno material. Pienso en la limpieza diaria de muchas ciudades, pero también en los objetos que están materialmente presentes, dedicados frecuentemente al cuidado de la ciudad, y a los que tratamos con considerable indiferencia hasta que nuestros cuerpos chocan con ellos, alterando e interrumpiendo nuestro tránsito. Y esta alteración también es de carácter emocional. Pienso también en cómo otros elementos se hacen presentes cuando dejan de funcionar como lo habían hecho hasta entonces. En situaciones tan habituales como tropezar con una baldosa de la acera y darnos cuenta de que, efectivamente, una acera no es una superficie unitaria, sino un conjunto de elementos relativamente pequeños que, gracias a su meticulosa yuxtaposición, producen el simulacro de lo indivisible. Caminar dentro de una ciudad siempre me ha parecido una suerte de carrera de obstáculos de la que no somos plenamente conscientes. Una continua negociación entre lo humano y no lo humano a la hora de ocupar aquello que se conoce como espacio público.
Uno de los grandes problemas del espacio público es que, al ser de todos, no termina de ser de nadie o para nadie. Está, además, atravesado por una de las mayores mitologías contemporáneas: la libertad (humana) Nos pertenece, precisamente, desde el carácter potencial y no tanto efectivo de su propiedad. Es un espacio construido desde la norma, jurídica pero también tácita. Un conjunto de reglas y disposiciones que, al igual que muchos de los elementos que habitan el espacio urbano, gana presencia cuando se rompe o altera. Es más, ambos están íntimamente conectados. Alterar la función de su constitución material está penalizado por la ley. La acción individual sobre un cuerpo invoca el poder de la estructura general que lo regula. Aquí podríamos decir que la coreografía castiga a la danza cuando esta excede el radio de acción previsto para sus movimientos. O que el orden sanciona a la entropía. Pero si existe la coreopolicía – el imperativo de un movimiento sin descanso de los cuerpos-, quizás exista también la coreopolítica -una reconfiguración del movimiento que disiente de los mandatos del poder- Y es aquí donde la detención del tránsito humano se convierte en una práctica de resistencia. Como también puede ser un ejercicio de rebeldía el desplazamiento inesperado de los objetos urbanos. ¿Es posible una reconfiguración de lo social a través de una reconfiguración de lo material? Y entonces pienso en un espacio público en
el que sí es posible apropiarse de sus elementos alterando su función original. Cambiarlos de lugar, de posición o de altura. Convertir una barandilla en una escalera. Un pasamanos en un tobogán. Un andamio en una castillo. Un fragmento de acera en un mosaico contemplativo. Volver doméstico, que no privado, el espacio público. Convertir una barandilla en el cabezal de una cama y una reja en un somier. Varios adoquines en el asiento de un taburete. Un andamio en una estantería. Una porción de carretera en una pintura sobre pared. Todos ellos ejercicios aparentemente ingenuos que, a priori, poco tienen que ver con la disidencia política. Y, sin embargo, señalan un aspecto clave de las transformaciones políticas que casi nunca tenemos en cuenta: que quizás no es posible una reconfiguración de lo social que no pase antes -y durante- por una reconfiguración de lo material. Porque lo impersonal también es político. Pero esto sería un primer estadio, consciente de que el ejercicio realmente radical con respecto al entorno es ausentarnos de él. Dejar de intentar dominar a las cosas, desde la práctica pero también desde teorías supuestamente liberadoras que siguen organizándolas de acuerdo a nuestras necesidades y jerarquías.
Sonia Fernández Pan
La expresión inglesa Loop-Hole significa literalmente «un agujero en un bucle», pero se puede traducir como un «vacío legal», un «resquicio» o directamente como «escapatoria».
Con esta expresión se explica cómo siempre que hay un loop —un bucle, un nudo, un obstáculo— este mismo bucle abre un espacio —agujero— por donde poder escapar. Se utiliza frecuentemente para hablar de vacíos legales, de huecos en la seguridad y en general de todo lo que escapa a un sistema de clasificación, de seguridad o de disciplina.
Este proyecto de Antonio R. Montesinos pretende continuar investigando sobre metodologías, conceptos y temáticas habituales en su trabajo, como la deambulación urbana, la fotografía o la utilización de objetos y materiales encontrados. En el plano conceptual se pretende trabajar una vez más sobre «lo ordenado y lo entrópico», la reinterpretación de reglas, lo lúdico y sobre cómo podemos ejercer cierto rango de libertad cuando usamos de forma distorsionada las estructuras que organizan nuestra experiencia cotidiana.
Por tanto, la exposición pretende exhibir una serie de piezas que juegan con/subvierten ciertas estructuras que organizan nuestros movimientos en el espacio público. Estructuras como las vallas, los cercados o la señalización pública, así como los procesos para su higienización.
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Manteniendo continuidad con la exposición anterior, el artista profundiza en la reutilización de objetos recuperados del ámbito urbano. Si en aquél prevalecía un enfoque neomaterialista, ahora aborda su descontextualización en una órbita en cierto modo posrelacional, trabajando en la búsqueda de nuevos modos de diálogo con el espacio y con los traseúntes. La fase previa del proceso queda de nuevo enmarcada en un ejercicio de deriva intencionada aunque azarosa, en la esfera situacionista, entendida como marco propiciatorio de situaciones para la acción y el juego y como importante plataforma de crítica social y lanzadera al empoderamiento del colectivo ciudadano activista.
El azar forma parte del juego y lo lúdico ha sido reclamado desde diferentes posiciones de las vanguardias descontentas. La experiencia azarosa es la esencia de lo lúdico y en el juego reside el espíritu de la transgresión y el fundamento de la cultura, según Huizinga. El concepto de entropía es otra de las constantes en el trabajo del artista, cuyos últimos proyectos ponen de manifiesto el desorden y la incidencia del azar presentes en todo sistema. Y es precisamente en esos resquicios o intersticios marginales que se dan en los sistemas donde se encuentra la posibilidad de un ejercicio disidente frente al exceso de regulación de los poderes públicos. El artista ludens prefigura una urbe ludens como espacio de acción colectiva, expresión, confrontación y producción cultural, donde el ciudadano en su deambular por los no lugares prefigurados por la norma alienante encuentra la posibilidad de generar coreografías alternativas a las predeterminadas, tantas como su libre creatividad conciba.
En semejante contexto no es ociosa la referencia la Internacional Situacionista, movimiento ya convertido en referente para la historia de la plástica y de la cultura crítica, sin que por ello haya perdido su vigencia en el terreno de la actuación dirigida a subvertir los órdenes establecidos. Constant, que formó parte de él, junto a otros como Asger Jorn, Raoul Vaneigem o Debord, centró su trabajo en temas constructivos, urbanos y utópicos, partiendo de una filosofía de la desviación o deriva, el reciclaje, la manipulación y la reutilización de objetos encontrados de cara a otra creación o resignificación. Propugnaba una forma distinta de hacer para alcanzar una nueva vida, en la que fuera posible desarrollar el potencial creativo y las pulsiones lúdicas de los ciudadanos, con la disolución de límites entre arte y vida, según el ideario situacionista. La situación sería entendida como un micro-ambiente transitorio y despliegue de acontecimientos para un momento único en la vida de las personas, tal y como lo expresaron el propio Constant y Guy Debord en la Declaración de Amsterdam. Toda una batería de métodos y estrategias para enfrentarse a la alienación colectiva de un modelo de sociedad demasiado volcado en lo utilitario. Formula el concepto de sociedad lúdica en la cual el objetivo es la transformación mediante la creación, lo que no se producirá sin unas condiciones de libertad total, una vez se haya prescindido de toda autoridad, sustituido la educación por el aprendizaje a través del juego y colectivizado la propiedad del espacio físico. Nada será permanente, superados los hábitos impuestos o inducidos.
El MNCARS programó en 2015 una exposición sobre Constant. El año anterior, otra titulada Playgrounds giraba en torno a las relaciones entre el juego y el espacio público, de ocio, con el potencial socializador, transgresor y político -Huizinga- del uno, potenciado en la asociación binomial con el otro. Es en el S. XIX cuando ese espacio público comenzó a concebirse como un elemento sobre el que ejercer un control político, de ahí su planificación racional y utilitaria, también para obtener un rendimiento económico, como con el tiempo libre de las personas. Guy Debord lo define así: el urbanismo es la conquista del entorno natural y humano por parte de un capitalismo que, al desarrollarse según la lógica de la dominación absoluta, puede y debe ahora reconstruir la totalidad del espacio como su propio decorado. Como réplica, ciertos movimientos de las vanguardias se emplearon a fondo en cuestionar estos usos y abusos y en plantear alternativas para subvertir, reinventar y trascender el habitar conforme al statu quo, mediante un arte que no produjera objetos sino prácticas, como las performances, las instalaciones y el arte relacional, aspirando a algo mas que el mero ejercicio de supervivencia.
Susan Sontag concibe la obra de arte como una experiencia singular e indómita dotada de una dimensión política de alcance incalculable. Si por una parte, J. Ranciere situa en los márgenes el arte que genera sentido político, en el mas amplio significado de la expresión, por otra, Loreto Alonso establece unas categorías de producción, todas ellas habitantes de los intersticios dejados por otras, que lejos de pertenecer a mundos alternativos son tácticas en los adentros y afueras prefijados, gracias a las cuales se abre la posibilidad de nuevos planteamientos plenos de potencial creativo y de capacidad de resistencia frente al orden establecido y que aspiran a modificar las condiciones en que tienen lugar. Pero es Michel de Certeau, en La invención de lo cotidiano, quien sostiene que es en los intersticios entre la producción y el consumo donde se encuentra un espacio de realización, de fabricación y de creación. El consumidor, en su asimilación y apropiación del entorno reinterpreta el orden dominante y desvía las directrices propuestas. A una producción racionalizada, expansionista y centralizada, ruidosa y espectacular, corresponde otra producción astuta, silenciosa y casi invisible, que opera no con productos propios sino con maneras de emplear los ya existentes. De ahí las diferenciaciones que establece entre estrategia -conjunto de acciones ejercidas por el poder- y tácticas -las que el hombre común lleva a cabo como respuesta para contrarrestar, si no anular, las anteriores-. Y, en consecuencia, la distinción entre lugar y espacio, ubicando al primero en la esfera de lo ordenado e inalterable, mientras que el segundo, que carece de la univocidad y estabilidad de algo circunscrito, aparece como un cruce de entidades móviles….. es un lugar practicado. En un escenario de posibilidades ilimitadas, todos y cada uno pueden contribuir a la eclosión de un pulular creativo -Joseph Beuys proclamó que todo ser humano es un artista-, motor de aquella pluralidad cultural que es la barrera indispensable contra cualquier tentación autoritaria y que está en la base de la cultura colectiva universal e igualitaria que propugna Constant en su Nueva Babilonia, que etiquetó como un modelo para la reflexión y el juego.
Para Boris Groys las aspiraciones utópicas conducen a los artistas más allá de su contexto histórico, ya que la huella del arte en el mundo es de mayor alcance que los efectos de la política, tantas veces causa de su devastación; además aquél se anticipa al futuro y su prolongada presencia le granjea la posibilidad de modelarlo.
Antonio R. Montesinos, una vez mas, hace un ejercicio lúdico-creativo en las piezas que conforman Loop Hole, resultado de sus desviaciones por el espacio social de la ciudad, bien por plasmar, bien por recoger elementos en él presentes, de nuevo vehiculados en fotografías o esculturas pictóricas, o piezas escultóricas de suelo o pared, con clara vocación instalativa. Con todo ello elabora un discurso sobre la necesidad de construir y reconstruir de manera interminable los escenarios de lo cotidiano, a un tiempo, como causa y efecto de la creación y la recreación constantes de las formas de comportamiento que determinan las formas de vida; nuestra posición y disposición frente a ella. Constituyen una propuesta, entre la infinidad de posibilidades, sobre cómo alterar lo que se nos presenta como definitivo e incuestionable, con una clara intención de generar desorientación, y estimular la inclinación hacia lo lúdico y el potencial creativo, asociado a él, que poseemos todos, mas o menos evidente o latente.
IH
Vistas de la Exposición







Obras































